Empezar un lunes, siete de la mañana con una audiencia, no es muy alentador, sobre todo considerando que son seis los testigos llamados a declarar.
No mucho más temprano, le sonó el despertador y, Alberto, que es un relojito con el arte de usar el inodoro no bien se levanta, esta vez, postergó el ritual matutino.
En los Tribunales, valija en mano, deseó que faltara alguno de los testigos y él sabía perfectamente por qué. Su súplica, en mente alta o voz baja, que es lo mismo, no fue escuchada y, no sólo no faltó ninguno, sino que el abogado de la contraparte, traía un listado de repreguntas, buscando que pisara alguno el palito y se trampeara en un propio relato con hechos no ciertos o circunstancias alteradas, que le llene la boca con “Pido que pasen las actuaciones a la Justicia del Crimen, ante la presunta comisión del delito de falso testimonio” , bla bla bla y hacerlo al tipo sudar de frío.
Eran las diez de la mañana y todavía, Alberto, dilataba su necesidad.
En la silla, escuchaba atentamente, mientras se cruzaba de piernas; derechito, deslizándose hacia el respaldo, experimentaba el efecto tapón.
Finalmente a las once, firmaron el acta, hasta luego Doctor, buenos días... y partió Alberto hacia su oficina en la que el baño esperaba como un altar, su sacrificio.
Si cada uno, en la intimidad, tiene sus fuelles, este joven abogado, cagaba desnudo: se desvestía totalmente y disfrutaba de este magro placer en entrega absoluta.
Llegó a su lugar de trabajo y se abalanzó como una bestia hacia el sanitario. Un estruendo trajo su relajación. La paz que lo habitaba ahora, estaba revestida, - aunque él estaba en pelotas- , de un pesado mal humor. Todo ya pasó y, a otra cosa, pensaba.
Su estudio era una casa devenida en oficina por su proximidad al Palacio de Justicia; después de la puerta cancel, al final del pasillo, lo que era un living, se constituía en sala de espera, comunicada a tres dormitorios,- hoy oficinas que, Alberto, compartía con dos colegas, Hugo y Carlos- , y al baño.
La prisa que traía aquella especial mañana, le había hecho olvidar cerrar la puerta cancel y la del baño.
Tras dejar su ofrenda, con el dejo de angustia por la prolongada espera, intenta incorporarse, entonces, y advierte que se había terminado el papel higiénico. Besó el aire dos veces y puteó:
- “¡Hugo! ¿Por qué mierda no hay papel? ¡Hugo, Hugo!.”
Un hueco de lejanos pasos, venía desde la sala y prosiguió:
- “¡Hacete el boludo nomás!; si se te acaba el papel, traé otro, ¡carajo!.
Silencio seguido.
Con intenciones de asearse, traslada su humanidad al bidet y en vano esperó el chorro: se había cortado el agua. Rubricó:
- “¡Hugo y la puta que te re mil parió!”.
Se levantó raudamente a buscar papel a la cocina, a la que se accedía atravesando la sala de espera y, con la puteada de lleno en la boca aún, desnudo y como bailando un carnavalito, ¡sorpresa!: se encuentra esperando en la sala, un hombre y una mujer de edad, arreglados, perfumados, espectando. Atónito, Alberto, miró de frente a esos desconocidos futuros clientes, en bolas levantó sus brazos, se enderezó y gritó:
- ¡Y ustedes: ¿Qué mierda están haciendo acá?!”
Y continuó enérgico hacia la cocina.
Han transcurrido mas de diez años y aún, el Dr. Alberto Martínez Velásquez, se pregunta, cuando en la ciudad ve una pareja de viejitos que lo está observando, si fueron ellos, los testigos verdaderos de una mañana de un lunes inolvidable.-
Nota del autor: los nombres de los personajes de esta verdadera historia han sido mutados para preservar intacta la costumbre matinal de Alberto y a él, de las carcajadas eventuales de los lectores, las que son egoistamente privativas de este autor.
Pablo Maldonado (derechos reservados)